Trepando me hallaba, y a pesar de utilizar básicamente mis
pies, las mano eran las que sangraban. Mi padre, en el centro del camino pero
al fondo, casi como una aparición mística. En el volcán de Santa Margarida, por
lo que decían, los sueños acarician la realidad.
Colgado de mi costado, el bocata envuelto en papel de plata
y la cantimplora enfundada el sucedáneo de lana. El otoño me regalaba ocres
vida. Una humedad casi adictiva se colaba en los pulmones… el olor a ramas
hundidas en el lodo era ungüento para el alma y cada metro que avanzaba, era
una brazada hacia la superficie y la luz. Lo empecé a notar.
Era solo yo, yo contra mis propias circunstancias.
Todos los procesos por los que había pasado, ahora
conformaban una hilera de capítulos perfectamente catalogados. Los unos,
básicos, para entender los otros. Si hubiera faltado una de aquellas etapas,
las otras hubieran carecido de sentido. Cuando fui plenamente consiente de
ello, pude sentirme vivo incluso en los momentos más bajos.
Algunos me quisieron guiar. Algunos quisieron proponerme el
camino que debía enfilar, la decisión que debía tomar... Pero siempre, siempre
procuré responder solo ante mi, y siempre traté de buscar la parte más justa,
que es la más objetiva, a cada momento. Que soy humano lo sé, que cometo
errores y que a veces la envidia y la oscuridad me embriagan, también lo
admito. Pero la lucha es constante, y aunque a veces te venzan el odio y la
desidia, supe que allí nunca hay ninguna respuesta, nunca en la incomprensión
se halla la revelación. Por eso, seguí trabajando incluso en los momentos
ruines. No, no hay que perder la fe, y aún hoy, que sigo trepando el volcán, me
encomiendo a la verdadera religión, a la mía propia.
No queda nada que reclamar, nunca habrá nada que reclamar, y
tampoco habrá nadie que atienda. Yo, soy mi propio juez. No quiero que los
demás hagan el trabajo por mi.
Caminos, a saber cuántos hay, referencias, están las que tú
elijas.
Avanzando entre árboles que ofrecían como fruto distintas
verdades, debía saber elegir de cuál alimentarme. Fue entonces cuando apareció
la matemática, el descubrimiento de la existencia de varias realidades asumidas
por sujetos con los que comparto plano. Consecuentemente, la justicia tomó
parte. La verdadera justicia, aquella que me obliga a valorar los
acontecimientos compartidos de la manera más equitativa agarrándome a dos
variables principales: Mi propia experiencia en el tiempo y la convivencia con
los demás. Me enfrentaba a esa justicia en un terreno impredecible, el de las
emociones humanas.
¿Quién puede decidir a quién querer, o con quien
obsesionarse? Nadie. Ni siquiera uno mismo. ¿Entonces cómo iba a pedir explicaciones…
o mejor aún… a quién se las iba a pedir?
Me gustó comprender, poco a poco, me gustó comprender a lo
largo de la senda que abraza el volcán, que sólo yo puedo escoger cómo manejar
lo que siento y que decido escogerlo en función de lo más justo para mi, y para
los demás.
El equilibrio es la única garantía de avanzar en la
dirección correcta. Lo entendí yo, y lo entendió mi padre.
…
Y así, seguí avanzando, atravesando distintas zonas de
vegetación.
Y seguí disfrutando del paisaje a pesar de las heridas.
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