El tocino fecundado en tierras marcianas tiene un sabor
especial, por mucho que el tratamiento que recibe sea el mismo que en el
planeta tierra, tierra madre. En la unidad de desplazamiento hay muy pocas
ventanas, y las pocas que hay son pequeñas. Aún así, reptando
antigravitatoriamente me acerco a una de ellas y me empapo de soledad,
revisando la inmensidad, la negrura, el vacío de nuestro espacio interestelar.
Este mes me ha tocado subir solo a realizar la misión.
Repaso telemetrías, analizo los resultados, compruebo el correcto
funcionamiento de los carburadores, y me da por pensar en la orgía que debió
tener lugar en su día en nuestro querido planeta, la madre Tierra. Hablan de
una raza, los maestros hablan de una raza que existió hace miles de años, la
raza negra. Hombres oscuros como el ébano. No como este vacío interestelar. Hombres en cuyas pieles se reflejaban los destellos
de la luna llena.
Me hubiera gustado conocerlos. Ahora somos tan parecidos
todos… incluso la patronímia mental es
casi idéntica entre nosotros. Y a la vez que pienso esto, sé que los demás
pueden haberlo llegado a pensar también: es la condena de nuestra sociedad
perfecta, en donde hemos erradicado el dolor,
en donde somos aparentemente libres por mucho que los humanos de hace
miles de años no nos creyeran capaces. Somos felices, pero sin embargo, hemos
tenido que renunciar a algo maravilloso, algo fascinante y hermoso. Es cierto. Hemos
tenido que renunciar a sabernos únicos, a creer que puede haber individuos
virtuosos, a creer que alguien sea capaz de sorprender a los demás con una
tonada, un verso, una reflexión.
Nos hemos despojado de la sorpresa, y el resultado ha sido
un acercamiento a la soledad. Porque de conocernos tan bien, palpamos la
soledad que hay detrás de unas relaciones sin entresijos. Por eso, a mí, al igual que a los demás, no me
importa subir aquí arriba y pasar un mes entero sin tener una sola
conversación.
Negros… qué increíble…
Cuando me cuentan que fueron ellos mismos los que
progresivamente fueron eligiendo una pigmentación más blanca para sus hijos, no
me dejo de sorprender. Cuando pienso en que cuando teníamos el don de la
diferencia, todos quisimos ser iguales y asemejarnos a un único patrón… me digo qué lo hemos conseguido. Pero echo de
menos, aún sin conocerla, la sensación del asombro que produce observar algo
inusitado.
No cabe duda de que se han evitado guerras, por el color de
la piel, por motivos religiosos, económicos, culturales o políticos… No puedo llegar a imaginarme cómo
fueron esas guerras, y si la especie humana eligió voluntariamente este camino
para evitar el dolor, ¿quién soy yo siquiera para anhelar tener en mi vida
alguien que me sorprenda? Quizás, como dicen los maestros, la raza humana supo
identificarse a sí misma como una plaga, y esa plaga que somos, decidió no infligir
más daño a su huésped, que no es otro que el planeta madre, la tierra. Lástima
que nos diéramos cuenta cuando ya no lo podíamos salvar.
Ahora no tenemos ni planeta, ni culturas, ni diferencias.
Pero la raza humana pervive bajo una suerte de esterilización para su propio
veneno. Paradójico como el sentido mismo de la vida.