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En la noche, otra
vez sacudida por mis propios caprichos, mi mente decide cabalgar lejos, muy lejos de aquí. Cruza los campos de la
percepción a lomos de un maravilloso corcel, y mientras atraviesa según que
llanuras eléctricas, intenta absorber todo lo que sucede a su alrededor. Están
los sonidos, los colores, el viento y el movimiento. Todos los elementos
dispuestos de tal forma que da tiempo a asimilarlos. Y ahí empieza el delirio
de los soñadores, supongo.
Tocabas el piano con
destreza, y yo te prometía grandes figuras. Tú me traías colores distintos.
Algunos ni siquiera los conocía. Me tratabas de explicar acordes, y a mí me la
sudaba bastante.
Después viene la
fase de la nostalgia, que te atraviesa como una bala, y te deja volando por el
vacío por culpa de su inercia.
Te acuerdas de los
vestidos, de sus telas. De los negocios de otras familias del pueblo.
Nadie nos prometió
que aquello fuera eterno, pero a nosotros nos dio por pensar que sí. Nos dio
por pensar que existía un lugar perfecto para albergar todas nuestras
sensaciones. Un espacio sin rozamiento, donde no existe diferencia entre la
idea y su realidad.
Tenemos ese síndrome
algunos, aún. El anhelo del lugar donde cada pequeña cosa merece la pena, donde
tiene sentido cada pequeño paso, donde la lucha del día a día es por un motivo
noble.
Nos han dejado aquí
tirados, en medio de una ecuación que no logramos entender. Vemos este problema
matemático, que es la vida, como un planteamiento donde faltan datos , o donde
nos ocultan por lo menos, el valor de aquellas partes que son más mágicas.
“¿De qué me sirve
sentir?”, hacen que me pregunte constantemente... “¿De qué me sirve sentir en
este mundo en el que los que sentimos corremos solos y sin mirarnos a los
ojos?”