Wednesday, January 23, 2013

Vástagos del desatino

Billy, el dueño del viejo 7/11, esnifa cocaína como si le fuera la vida. Tiene 70 años y sigue abriendo la puerta de su negocio cada puta tarde. Hay quien dice que si logra estar allí cada día del año, es porque nunca llega a salir a la calle. Quizás es que no tiene una casa donde ir.


La pequeña Molly, y digo pequeña no por su edad, si no por su altura y su aspecto; trabaja también como si le fuera la vida. Es periodista, y redacta con ansia. Con el ansia de ahuyentar con cada letra que escribe, los fantasmas que le susurran al oído que se va a morir sola. Ella tiene un compañero en la redacción; Un compañero al que le gusta escuchar música. Un compañero que escribe columnas de opinión de vívido modo. Ella es súmamente metódica en lo suyo, que es la sección de política. Él es apasionado, sencillamente, y sangra cuando escribe.

Ella le interrumpe, ella le interrumpe siempre que él se envalentona frente al blanco del papel. Siempre pidiéndole la opinión, su consideración en lo que respecta a alguna memez. Demasiado melódica para él, ella. Entonces él siente rabia. Siente rabia por no estallar de una forma natural, como lo haría una ola contra el malecón. Él sabe que ella es una buena persona. También sabe que ella se siente sola, pero él está solo y no se siente mal.

Billy el viejo cocainómano, pierde el culo por Molly, que acude a comprar goma de mascar semanalmente a su pequeño antro. Billy quiere ofrecerle cocaína. Sabe que ella se asustaría, pero a Billy le empieza a dar todo igual. Quiere ofrecerle cocaína, y sueña con la idea de que ella le quiera follar con el colocón encima. Billy tiene 70 años, pero su lívido sigue siendo la de aquél adolescente que se masturbaba en los tejados de Brooklin con los puentes de la gran manzana por testigo.

Molly se deja. Billy le ofrece cocaína y Molly acepta. Nunca antes ha probado la cocaína, pero aun sin saber porque, en cuestión de segundos ambos se sirven del cristal del mostrador para ponerse hasta las cejas. Ya no hay goma de mascar que valga. A molly se le hace un nudo en el estómago. Jamás practicarán sexo, piensa Billy. Billy siente pena por la pequeña Molly. Y que un tipo como él sienta pena por alguien, es algo demoledor para lo que viene siendo el compendio de emociones hasta ahora registradas en el mundo. Molly esnifa enloquecida, como una diabla fugitiva. Ha logrado desbancar a Billy en cuanto a tesón. Llora cocaína, la pequeña Molly, sus ojos de Topollilla supuran cocaína.

Molly quiere matarse de un modo sórdido. Y eso a Billy no le hace ninguna gracia. Le va a arruinar el negocio, y además, no quiere formar parte de esa estampa, no le gusta haber sido elegido por la pequeña para acompañarla hasta la sobredosis. No quiere ser partícipe de la última voluntad de la chica, que parece haber decidido que ya que va a morir sola, va a rizar el rizo y va a morir también desgraciada. Billy se sabe agente activo de esa desgracia a la que la joven aspira de camino a su última voluntad.

Molly se empieza a fotografíar con el móvil junto a Billy. Lo agarra del cuello. La nariz de Molly sangra levemente. Ella no para de darle besos en la sien, y ahora le pide que la folle. Que la folle por dios. Pero Billy no puede. Quién lo iba a decir. Billy no puede. No porque su miembro sufra los achaques de la edad y no levante cabeza; no. Más bien se trata de la pena pura. Billy siente pena pura.

LA policía ha llegado y ha rodeado el local de Billy. Llevan horas allí, y parece que Molly ha enviado las fotografías de la fiesta a su ex, que es agente de la policía local. Billy no sabe de tecnologías, pero ahí tiene a la policía, rodeando su negocio. Entonces Billy monta en cólera.

¿Qué porqué?

¿Cómo que porqué?

Billy; una malaputa te ha ganado la partida, y ahora tú, de repente vuelves a ser más desgraciado que ella; y si era eso lo que quería la nena? Y si ella lo que buscaba era conseguir que alguien fuera más jodidamente desgraciado que ella a la hora de la verdad?

Billy ha abierto los ojos y es consciente de este hecho, aún así, cuesta actuar con la cabeza fría. Le apetece machacar a ese pequeño saco de huesos. Pero si lo hace, él será ya no el malo, si no el desdichado de la película.

Da igual… ¿cómo debe sonar la cabeza de la muchacha reventándose, golpe a golpe contra la esquina del mostrador? Quizás los restos de cocaína sobre la superficie amortigüen un poco el sonido? Quizás la sangre profusa que llegue a saltar de las córneas de Molly, mezclada con la cocaína, se asemejen al tomate frito mezclado con el queso granulado que tanto adora Billy? Pensar en ello ha hecho que le entre hambre. Billy coge con fuerza la cabeza de Molly y le asesta el primer golpe, muy potente, contra el cristal del mostrador. Es increíble ver cómo sonríe la chica antes, durante y después del impacto. Parece muy excitada. Le ha dado por hablar:

“Ale el viejo, que se ha vuelto loco, jajaja”

Esto es lo único que le da tiempo a decir, porque justo cuando Billy se dispone a darle el segundo golpe, la policía dispara (el ex, para más inri). Billy sabe que va a morir, pero en un acto de lucidez, interpone la cabeza de la muchacha entre la trayectoria de la bala y su cuello.

No hemos de olvidar que los rifles de asalto son tremendamente potentes.

La cabeza de Molly se ha convertido en una sandía desechada en el proceso de selección de las grandes industrias de refrescos.

Billy ha perdido la quijada. Su mentón debe andar por Papiol.

El ex se siente extraño, pero no se siente mal. Molly nunca le completó. Esque esa chica tenía algo descorazonador, muy descorazonador en su interior.



Es una historia absurda, pero más absurdo es el mundo en que vivimos, un lugar donde la mayoría de la gente, cuando hace algo por los demás, es algo malo.

Firmo mi artículo de opinión, y me marcho a casa.

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