Un sábado por la mañana; la juventud quitándose las legañas, la ciudad parece muerta pero respira. Hay cierta dejadez en su aire. Muchas promesas otra vez. Promesas hechas de madrugada; promesas de alcohol. El destino de la humanidad se retiene a sí mismo. No sabe dónde dirigir la mirada.
A veces pienso que sí que hay alguien que decide por nosotros, pero ese alguien siempre deja las cosas para el día siguiente. Le han encargado un proyecto, que somos nosotros, pero no le gusta tabajar en ello. Somos su carga. Y el se la juega cuando nos deja a la deriva... Pero en eso ya pensará mañana.
El sol me da en la nuca; el metro emerge de la oscuridad para dar con un trecho de vía situado al aire libre. Las legañas aún permanecen en un lugar que no sabe si debe ser viejo o joven.
A la última pregunta ( quién soy) se le añade una sensación que se podría calificar de verdad a medias: hoy vuelvo a ser algo de todo. Soy este vagón, soy la propia gente sin rostro que hay en él, soy parte del flujo de los pensamientos mortecinos que se han arrojado contra la luna y su brillo que más de una vez olvidamos que es de postín, soy el aire refeigerado a la par que viciado.
En el mejor de los casos puedo componer de fe alguna parte de mí. Pero es una fe huérfana, que aún no sabe a qué ser leal.
El día ya a tomado algo más de forma; hay una maqueta que grabar. Las tareas que tengo por delante son como las ruffles; crujientes, sonoras, fugaces... Y quitan alivian el hambre.
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