Conocí una vez una chica que más allá de hacerse llamar fiesta, era una extraña extensión de instrumentos y música fascinantemente enhebrada.
La conocí más allá del lugar en donde se conocen las personas. Claro, ella no era una simple persona, y siempre se negó a decirme su nombre, su verdadero nombre, que quizá ni ella sabía.
Y tenía algo extraño cuando hacía algo normal, y algo natural cuando hacía algo extraño. Y cuando se colocaba encima de los altavoces gigantes descalza y empezaba a desnudarse, que no era otra cosa que mostrarse dando forma a las ondas musicales... yo la concebía por fin como armonía.
Es posible que no lo entiendas si no lo sientes. Es posible que nunca hayas estado tan cerca del significado de la vida como yo lo he estado viendo a la chica Fiesta. Es probable que no sepa si la voy a volver a querer, o si me voy a volver a acostar con ella, o si me va a conceder el último baile. Solo sé que merece la pena más que una fiesta.
Mi nombre es Trambelin, y trabajo bajo el sol todo el día solo por una certeza. La certeza de que ella es el único compás que marca irreversiblemente mi tiempo.
Por eso, más que verla, la noto cuando baila. Siento que me consume, y que las agujas de mi reloj, tic tac, tic tac...me están arrancando la vida. Son mis manillas, o son sus manecillas? Qué más da, me sorbe entero y mientras me mata, vivo con todas las fuerzas. Me noto caer, me noto precipitarme hacia el vacío con el pecho delante por ella. Noto que no puedo parar de bailar... y así coincido con ella, siempre cayendo hacia lo eterno que es la nada, siempre preguntándome si me va a aceptar, siempre queriéndolo hacer perfectamente para ella, siempre queriendo morir correctamente y sin faltarle el respeto, siempre deseando que diga mi nombre antes de que yo desaparezca...
Pero eso nunca se sabe, nunca, nunca, nunca, nunca, hasta el final de todo, cuando las guitarras se ponen a chillar y encarrilan la parte en que se cierra la obra.
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