La pelota del billar viene a golpearme con fuerza en la
nuca. Mi cabeza se desplaza acto seguido hacia el marco de la mesa, y si a día
de hoy me pides que recuerde aquél impacto, solo te contestaré. “el Roble de
Vallirana”.
Los domingos son el camino, lo más cerca que se está en vida
del siguiente estrato. Si subes la cuesta alquitranada, te encuentras con una
fuga, un solapamiento, una interferencia… entre esta realidad y la siguiente.
El Ketchup de la vida trazó una estela llamada N-340. Lo supe
desde el momento en que osé aburrirme entre las litorales y prelitorales
sierras. Aún era joven, y los
monopatines se hacían llamar monopatines y no skates. Las suturas no eran perfectas,
quizá por ello las cicatrices dejan huella a día de hoy. Se acerca la gran ola
de aburrimiento, y cuando boxeo frente a mí mismo, en este cuadrilátero que es
el papel o la pantalla, me atrevo a levantar la mirada, pese a lo temeroso que
soy, para saltar al vacío de tus ojos. No es algo sencillo, pero es momento de
aburrirme mientras te rozo.
Después, polinizaremos un claro para hacer brotar nuestra
propia Vallirana. También construiremos grandes complejos piscínicos, y encontraremos
el alma gemela de la Máster System. Nos convenceremos de que hay un Michael Jackson
también para nuestra generación… Y sobretodo acudiremos diligentemente a la
sede a confesar nuestros pecados, así como nuestros anhelos. Buscaremos nuestra urbanización soñada como
quien busca una forma cualquiera de fe. Y nos estiraremos a tomar el sol
tranquilos, cerrando los ojos mientras las gotas de nuestra espalda se evaporan
y los niños siguen saltando y chapoteando en la piscina. Sí, cerraremos los
ojos en paz, olisqueando la muerte en forma de aperitivo, pero viviendo con
fuerza hasta nuestro final.
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