A veces me siento como un monstruo de voz ronca, como un
caracol que avanza con maletín, me rodeo de patinadoras con triquinis de licra,
ellas me ecoltan, yo me mantengo estoico; estoy por encima de las vicisitudes;
necesito tener romances como quien necesita beber agua. Necesito montar nenas
como quien necesita respirar; a veces me siento como una enorme nave espacial
que debe acoplarse en la estación nodriza. En una especie de película pornográfica
de presupuesto bajo, plagada de situaciones cotidianas. Una oficinista me
pregunta si puedo repetir mi numero; una oficinista me pregunta si quiero tener
cyber sexo con ella, a veces me siento salvaje, me siento can, me siento perro
inconsciente, obcecado en algo que va más allá del coito, pero no sé qué es ni
me importa. Quizás por eso, mi rostro permanece inexpresivo. Mientras follo el
sol cae, el sol cae, la aurora amanece, la tranquilidad se hace, la noche
sucede; el viento sortea los arboles, los ramales cantan, las cigarras
acompañan, paso de lo más básico a lo más espiritual afortunadamente obviando
mi parte humana. Mi parte huma es un traspié en el circuito, no cabe duda. Hacer
el amor, me lleva a la parte más animal, y a la más espiritual por partes
iguales.
Porque para romanticismo ya tengo otros momentos. Tengo
otras músicas, otros tiempos. Puedo querer quererla en otro plano, otra
dimensión; en aquella donde las gotas de lluvia la empapan porque no puede
abrir su paraguas. “Hablo de ti”, le digo, “hablo de ti”. Es entonces cuando
soy torpe y dulcemente humano. Inocente humano. Es entonces sólo cuando merece
la pena seguir en esta piel.
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