Abatido en la frontera, la sangre se dibuja por debajo de la
camisa. Espalda mojada, corre o cojea, sea lo que sea, de medio lado; los haces
de luz provenientes de potentes focos, atraviesan la oscuridad; la rajan tan
abierta ella; los aviones, esporádicamente cruzan el firmamento, marcando
lumínicamente las retinas de extenuado y quebrando el techo del globo con el sonido de
sus turbinas.
“Pronto morderá el polvo”, piensan sus asesinos.
Y así sucede. Se desploma contra la tierra, levantando una
polvareda que le glorifica, una polvareda que otorga, si cabe, más intensidad a
las luces que le persiguen. Golpea su cuerpo sordo contra el suelo, y el sudor
y la sangre se mezclan con la arena.
Completamente rebozado en sus efluvios, atina hacer un
último esfuerzo, y se saca del bolsillo del pantalón la estampita y la
fotografía desgastada de sus hijos. Siempre una cosa junto a la otra. Le inunda
la incomprensión; le trepa tan fervientemente por el cuello que siente cómo se
ahoga de dolor.
Quizá no debería haber mirado esa foto en ese momento; quizá
se debería haber encomendado al anonimato de la negrura. Al “no soy nada y en
nada debo pensar”. Quizá debería haberse entregado sin resistencia a la sinrazón
de la eternidad.
Pero lo hizo; en lugar de eso miró la postal de sus hijos; y
apuesto que ese pensamiento; ese pensamiento irreductible vomitado en ese último
halo de vigor y violencia, germinó. Germinó de algún modo. Porque hay
sensaciones que son indisolubles.
***
Hoy en día pisamos esta tierra de histórica confrontación, y
sentimos cómo se eriza nuestra piel. La historia, brota precisa de nuestras
bocas sin apenas haberla vivido. Quién sabe, si nosotros mismos aquí, y en este
lugar, somos la esperanza florecida de un último suspiro.
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