Llevaba un tiempo sin desgarrarme el alma en absoluto; llevaba un tiempo sin emociones fuertes para el corazón de mí. Machacando las mismas señales de siempre; apareciendo sorprendentemente el día de navidad en casa de mis abuelos junto a David, mi extraño primo segundo. Veíamos Eduardo Manos Tijeras, jugueteábamos con el cable de los cascos y los polvorones amenizaban las tardes de algunos de los allí presentes. Así es como me siento ahora que te he conocido a ti, que eres nada. Eres solamente nada, una punta de nada. Aún así, necesito escribirte. Imagínate si te revelas algo más esencial. Es posible que en ese caso enloquezca. “Es probable que deba recorrer algunas fronteras más”, le dije al sheriff buscando su complicidad. Él mascaba chicle con el escepticismo que despierta en cualquier tejano de convicciones profundamente protestantes un hombre con acento hispano. Cuando apreté el acelerador sabía que no hacía más que sentenciarme a un largo exilio. Lo hice porque poco importaba teniéndote en el otro asiento. Bueno, por eso, y porque en ese momento Keith Richards buscaba con su guitarra aquella complicidad bendita con algún otro músico de la banda.
Y allí estábamos, recorriendo los mismos extraños y novedosos senderos, y yo pensando que otra vez estaba pensando algo que no había pensado; cuando lo único que había hecho, había sido prestar mis palabras a otro jodido cuerpo.
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