En octubre, esta vez la velocidad difumina de modo
irreconocible todo lo que veo. Me parece percibir el saludo del Delatorre, el
olor agrio de la gorra de les estades
que me he colocado cada año desde que regresé del pueblo donde se celebraron.
Actualmente me siento cansado, me sudan los pies, mis dientes tienen manchas
marrones. Oigo menos de un oído que de otro, se me cae el pelo abundantemente.
Mi apetito sexual disminuye cada día.
Esta vez, como decía, las caras se difuminan más que nunca. No vibro
apenas al escuchar los temas que me hicieron llorar hace años, que me hicieron
soñar, que provocaron que me entregara a la música en una suerte de juego
acrobático, en un cortejo plagado de piruetas hermosas. Ahora soy ese gimnasta
que toca el fin de su carrera. Sus herramientas, insustituibles, empiezan a fallar y nunca van a regresar. La lucidez es
lo poco que le queda, y duda de si eso es bueno. Ver cómo la gente tiene miedo
conforme se hace mayor. Ver cómo tratan de sortear sus complejos pero siempre
acaban reventando contra ellos. Notarnos en caída libre, sentir a mi lado a
todos aquellos que se han cruzado en mi vida, notarles esquivar las evidencias.
Pero en este declive inexorable, la
única salida que hay es dejar que el cansancio te venza. No por tratar de
postergar algo que irremediablemente sucederá, vamos a conseguir nada. Somos
como animales enjaulados, sí, arrinconados en una esquina de nuestra celda, esperando
nuestro turno, amontonados… viendo como una mano gigante se nos va llevando a
quién sabe dónde. Y gente que me ha ignorado, gente que no ha creído en mí,
también tiene miedo. Somos iguales, como dije una vez. El punto más democrático
de la existencia es su inicio, pero también su final.
Subscribe to:
Post Comments (Atom)
No comments:
Post a Comment