Ni llueve, ni seca,
ni cala ni mece…. ¿Qué se supone que es
lo que debo hacer? ¿Qué se supone que debo decir? No creo que pueda cambiar el
mundo.
Voy saltando de pieza
en pieza, dejo atrás los accidentes, y mientras tanto, Larry aparece con su
eterna sonrisa de broma. Entre sus dientes, sus encías. Entre sus encías, el
paso del tiempo. Bajo sus ojos, la redacción de la condena al detalle. Esas bolsas
bajo las cuencas contienen todo el peso de mi angustia.
Hubo un tiempo en que
fui un joven más de la revolución, portaba banderas, corría con mis amigos por
todas las calles del vecindario, picando de puerta en puerta, pidiendo a la
gente que se sumara a nuestra causa. Entonces sí que creía que podía reescribir
el destino. Los cielos eran grises, la llovizna era persistente, los paisajes
urbanos herrumbrosos, y los naturales coronados de verdín. Y mientras tanto, nosotros
corriendo, gritando, ondeando nuestras banderas, tomando los edificios más
altos, clavando nuestra señas en las azoteas, escuchando nuestro propio eco
retumbar en las avenidas. En nuestros tiempos muertos nos mirábamos las palmas
de nuestras manos. Sangrantes y entumecidas. Entonces continuábamos nuestro camino.
Y lo que obtenemos es
esta clase de presente anodino en donde quienes se atreven a pensar más de la cuenta encuentran un abismo
que invita a saltar a un vacío que tiene de todo menos su parte emocionante.
Lo que obtenemos son
castillos ubicados en parques acuáticos.
Una broma más broma. Un despliegue de sinrazón tan descarado, que se
parece más bien a una gran carcajada, irreverente para con nosotros. Eso mismo veo en la cara de Larry, el de
cuentas. El destino nos está ganando la batalla otra vez, y nos está haciendo
olvidar lo que fuimos.
Me pregunto si las
banderas seguirán ondeando en los edificios
más altos de la ciudad.
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