Ciérnete sobre mí, oscuridad, a través de ella. Deslízate
empezando por los bajos de mi cama; trépame por el pecho hasta ahogarme,
eternizando el último suspiro.
Ven a mí, negrura, que mi corazón tiene por despecho la
autopista más sencilla de inundar, anegar del lodo y la espesura de ti…
oscuridad mate, opaca, oscuridad que mata…
No confundir con el ébano esta negrura, como no se debe
confundir la lástima con la soberbia, ni la bondad con la justicia. Por eso me
hallo jugando con fuego al final de los días, escondido junto a ti entre los arbustos
donde encontré el beso que me diste después de todo el tiempo pasado. “¿Qué tal?”
me dijiste, y yo sólo pude pensar en lo enganchados que estuvimos días atrás.
No acerté a contestar. A jardín abierto, los demás sacaban la tarta, la gente
reía y se tomaba fotografías. Sólo sé que te encantaban las sorpresas, y
mientras pensaba en cómo hacer para sacarte de tu espacio, te avanzaste, y me
besaste. Me besaste anunciando el fin del mundo.
Nunca me había parecido tan bien poner precio a mi alma,
nunca había sido tan fácil abandonarme a merced de una brisa proveniente de las
borrascas más lóbregas. Cuando pusiste tus labios allí, supe ver que ibas más
allá. Mientras se caía la guitarra de mi mano, mientras se descolgaba de mi cuerpo
lo que quedaba de mi mismo… el sentido común ardía... Fue el beso un mensaje
cifrado, en cada rugosidad una declaración, y en las comisuras, cañones de
revelación. El mundo se acabaría, me lo dijiste con aquél beso mientras los
demás reían y bailaban, mientras las copas se partían y la ciudad se
resquebrajaba.
Lo sabías desde el primer momento, pero no se lo dijiste a
nadie. A través de ti, una inmisericorde oleada de lamentos y arrepentimiento
me invadió. Ni siquiera intenté deshacerme de la angustia, ni siquiera intenté
destruir una sola de las dolorosas confesiones con que me atravesaste.
Sólo mire a mi alrededor, y ya colocado desde tu punto de
vista, acerté a decir… “quizás es mejor así”.
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