Un canuto con la O, dicen que no sabe hacer. El invasor del
espacio, a menudo es juzgado por los ignorantes habitantes de otros planetas. Pero
si por él no fuera, la calma que se cuela por todos los huecos del universo,
sería otra leyenda más. Otro lugar épico fuera de un alcance real.
El invasor del espacio siente debilidad por los planetas
áridos. Aterriza en ellos. Yo no sé si es casual o no, pero cuando desciende de
la nave, cientos de niños acuden a su llegada. Le regalan prendas hechas de
tejidos que jamás podrías imaginar. Brillantes, resistentes, y le dedican
enormes sonrisas. Sólo en esos lugares parecen devolverle con gestos todo lo
que él hace por ellos. El invasor del espacio, dicen los verdaderamente entendidos,
no tiene entidad propia, es solo un reflejo de quién se lo encuentra. Quizás
por eso los ignorantes le temen, y los niños lo veneran. En su gusano temporal
vive, y para nosotros es difícil dotarlo de una entidad definida. Pero existe.
Tiene una forma distinta ante cada persona. Todos lo describen de modo
diferente. Y en realidad lo que hacen, es hablar de sí mismos. El invasor del
espacio viaja por encima de la locura y de la cordura, y cuando aterriza en los
planteas áridos y los niños corren tras él para ofrecerles sus sonrisas puras,
el da un trago al combustible de la garrafa, y con una antorcha prendida,
empieza a hacer juegos mágicos de luces, que con el atardecer se entremezclan.
Con las dunas entrelaza sus dibujos. Los mayores raras veces se acercan al espectáculo.
Muchos creen que carece de sentido, otros directamente murmuran que es una
forma de blasfemia. Suerte, suerte para los niños. A ellos no les parece, ese juego de luces más
que una especie de anexión a sus sueños, un limbo donde la realidad desgarra la
fantasía para proclamarse victoriosa ante la por fin mirada sorprendida de la
apatía, la indiferencia, y varios sultanes de lo común más.
Hace tiempo que yo perdí, como adulto, mi capacidad para deleitarme de los juegos del invasor del espacio. Hace tiempo que el destino
me tienta para que caiga como los demás; para que tema su forma, desde mi
corazón cansado. Pero cuando noto que la sinrazón me alcanza, me dedico a
soltar una carcajada con cada salto de cada niño, con cada quiebro que se
regalan, con cada grito y con cada ofrenda. Y no, yo no soy oscuro. Quizás quien me juzga, es quien se tenga que
preguntar de qué parte está su corazón.
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