Venga, ven aquí, acerca tu mano, apóyala sobre mi pecho,
apoya tu cabeza, déjate llevar por la suavidad de un ritmo incesante, déjate
seducir por las luces de color. Es tarde, ya lo sé, pero la música va a seguir
sonando el tiempo suficiente para dejar de pensar en ella. Va a sonar lo suficiente
para que dejemos de estar pendientes de todo lo demás y nos dediquemos a navegar
por un mar en donde sólo estamos tu y yo, y la brisa que mece nuestro espacio.
Los compañeros toman cerveza, ríen, parecen pasarlo bien, y al fin todo cuadra.
Aquí nunca se hará tarde. Todos irán pasando, y nosotros
seguiremos en el mismo lugar, bien juntos, balanceándonos levemente, de un
lado al otro, al son de una música que ha dejado de preocuparnos.
No se te ocurra, no se te pase por la cabeza lo que hay ahí
fuera. Creo que lo hemos visto suficientes veces. Desespero, mucha velocidad,
rivalidad, ansias por llegar a algún lugar, el que sea. Egoísmo.
Con nuestras manos entrelazadas, y tu cabeza en mi pecho, Pedimos
que dejen, los de ahí fuera, que nos rindamos. Pedimos, por favor, que dejen
que nos demos por derrotados, pedimos que nos olviden, que nos dejen tirados,
que nos declaren vencidos, que nos
expulsen de sus vidas.
Así, bailando entre el gentío, tan discretamente como el
viento que sopla en una mar en calma, lanzamos el manifiesto más salvaje: no merece la pena existir para
nadie más.
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