“Me duele el cerebro”
Cuando escuché estas
palabras de la boca de mi querido amigo, pensé que su final estaba cerca. Y
puede que lo estuviera, pero no por las causas que yo imaginaba.
* * *
De repente estábamos allí, haciendo cola entre guiritos
estoicos, atestados todos sobre aquella mierda de pasarela marítima. Los rabos
predominábamos en número sobre las nennys. Algo habitual en cualquier actividad
de soltero standard que se precie. I y yo, esperábamos junto a un nutrido grupo
de bolivianas a que el barco atracara en la orilla. Nos podíamos sentir
afortunados por ser los únicos tíos que iban acompañados de nenas, eso sí.
Bueno, a decir verdad, a parte de las exóticas aborígenes, nos acompañaban Andy
García y dos chicos más, pero eran
novios de las más feas del grupo, por lo que sin saberlo, nos estaban haciendo
un gran favor.
El barcó justo atracó y nosotros lo abordamos, pensando I y
yo, en cuál de las selváticas iba a pasar a convertirse en carne picada. Esa
era nuestra máxima preocupación hasta ese momento.
Ilusos…
Una vez todos estuvimos a bordo, las hélices del barco
empezaron a obrar el maleficio de Belcebú, arrancándonos de la costa; engulléndonos
el mar. El catamarán del diablo pronto empezó a moverse de arriba abajo debido
al fiero oleaje. Muy fiero oleaje.
Al principio, a mi me hizo gracia, aquellos vaivenes
extremos hacían que la boca del estomago de uno se le colocara la altura del cuello… algo divertido si
aquello dura 2 minutos… Mi querido I, sin embargo, no tardo ni un segundo en
convertir su ano en titanio, en apretar su esfínter con la furia de dios, como
protegiéndose de un destino inevitable. Ahí estaba mi chuchi loco, agarrado a
la barandilla de la proa con su cara de incomprensión, las piernas medio
curvadas. En ese momento apuesto a que ya no pensaba en descuartizar a las
selváticas, más bien pensaba en qué había hecho para que el señor
repentinamente hubiera decidido hacerle pasar por aquél calvario.
“tu ano es amianto” Grité al principio. Poco después yo estaba como él. Era increíble, pero de mi cabeza había volado la idea de destrozar a pollazos a alguna de las nenas que nos acompañaba. Había pagado cuarenta putos euros para emborracharme en un barco, emborracharme gracias a su barra libre y arrimar la cebolleta perreando a alguna guaraní. Y lo que obtenía realmente de esa inversión, era una caricia del diablo. Porque ese barco lo acariciaba el diablo. Todas mis ilusiones de montar una charcutería junto a mi perro loco, sobre la cubierta del catamarán, se fueron al garete. Era algo incomprensible. Ellas, las selváticas, sin embargo, parecían completamente excitadas por aquellos bandazos. Eran como muñecas endemoniadas encerradas en celdas de las que ansiaban salir. Proferían gritos, acercaban sus caras a las barandillas, se zarandeaban y sacudían como poseídas, mientras I y yo, nos tendíamos en donde podíamos, cerrando los ojos, preguntándonos si los pecados que habíamos cometido eran tan imponentes como para recibir ese castigo.
Recuerdo con especial gracia a una gorda norteña sebosa que llegó a vomitar más de dos litros de fideos con sabe dios qué salsa. Allí estaba, con la boca rebañada en su propio vómito, gotas de sustancia mucal rodeándole las fosas nasales, mechones de pelo sudorosos y revueltos cubriendole la frente e incluso la boca. Sin embargo, su expresión era de pocker. Como la de la gran mayoría de guiris que nos acompañaban en aquél viaje ideado por Belcebú. Guiris estoicos que escavan las rabas sin perder la compostura, sin alarmarse de las propias tretas de su organismo…. Qué saber estar, el suyo.
Yo tenía hambre y resaca, pero temía levantarme por si me
flaqueaban las piernas y se adueñaban de mi temblores… de vez en cuando abría
los ojos y observaba a algunos otros guiris comiendo hamburguesas impregnadas
de kétchup, y les envidiaba a la vez que los jugos gástricos me trepaban por el
esófago al ritmo de una culebra enfurecida.
Hacía rato que había perdido de vista a I, que al parecer,
se había movido hasta la popa del barco, para cobijarse del sol, acompañado del
pobre novio de una de ellas, que parecía estar al borde de la muerte también. “pobre
doberman loco, debe estar igual o peor
que yo… seguro que ya no recuerda el motivo por el que estábamos aquí:
conseguir llevar a alguna nena a un camarote oscuro donde nuestro rabo pudiera
cometer el crimen perfecto”…
El colmo, sin embargo, llegó cuando empezó a sonar la
canción del “chipirón”, pedida expresamente por el sector de las bolivianas,
hartas de escuchar el tecno demoniaco y frío mezclado por djs norteños que no
conocen en qué consiste la esencia de la pasión.
Allí estaban ellas, aún más embriagadas si cabía, después de
dos horas de trayecto, con más de la mitad de la tripulación, guía incluido,
rogando al capitán del barco que por favor acabara ya con aquello, o que por lo
menos, nos tirara a todos al mar, que nosotros por nuestro propio pie no
podíamos, que si no, bien que lo hacíamos, pero que no teníamos fuerzas ni para
tirarnos por la borda. Allí estaban ellas, agitándose, sacudiéndose, chillando
como fieras en celo, adulando aquella canción del chipirón.
“Chipis bailando como locas el chipirón”, fue inevitable
pensar, en un acto de póstuma lucidez. “seguro que el doberman loco, si el
cerebro aún no le ha estallado, está pensando lo mismo”.
Animado por aquella idea, me incorporé milagrosamente, solo
para buscar con la mirada a mi amigo y así intercambiar algo de complicidad con
él. Lástima, no lo vi.
Finalmente, después de tres horas (avanzaron la llegada media
hora porque los organizadores tenían miedo de que si alguien sobrevivía es
denunciara), por fin llegamos a la costa, y casi como inmigrantes ilegales que
se lanzan al mar echando el resto, llegamos a nuestro destino temblorosos y
tambaleantes, para caer rendidos de rodillas y besar tierra firme mientras
llorábamos por la angustia que habíamos pasado. Nos arrastrábamos para
juntarnos los unos con los otros para abrazarnos, sintiéndonos mártires y cómplices,
sabiendo que aquella pesadilla había creado un vínculo irrompible entre
nosotros; pensado ya en la asociación de víctimas que podríamos montar más que legítimamente
para sacar hasta el último céntimo a los organizadores de aquella orgía de
vómito y bilis…
Minutos más tarde, ya recuperados. I y Yo juramos y
perjuramos reventar alguna aborigen como fuera, para por lo menos poder decir,
que algo bueno sacamos de todo aquello. A día de hoy, sólo puedo decir que
estamos trabajando en ello.
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