“No coloques nunca tus ramas secas sobre un haba negra”
Esa frase es la que más recuerdo de mi bisabuela…
Es que aquí, tenemos esa costumbre, la de recoger pequeñas ramas secas del bosque y atarlas con un hilo haciendo un pequeño manojo, para después colgarlo de las lámparas de nuestras salas. Da buena suerte; es de box populi.
Sin embargo, la historia no se queda ahí, y advierte de que si colocas las ramas secas sobre un HABA NEGRA, Belcebú aparece con una guitarra eléctrica al son de un ritmo frenético de rock’n roll y te lleva al infierno directamente y sin pagar peajes.
Yo quería verlo, así que conseguí una HABA NEGRA, una especie de legumbre prohibida por sus connotaciones heréticas en nuestra región. La tuve que ocultar durante todo el camino a casa, pues si la gente del pueblo la veía, me hubieran tachado de bruja y me hubieran cortado los pies. No hubiera sido la primera nena capaz de sostenerse sobre maltrechos muñones.
¿Que dónde conseguí mi HABA NEGRA? Sencillo, fui a visitar al viejo repudiado que vive en la cima de la montaña, aquél malogrado alquimista. Aquí la ciencia tiene un componente mágico importante, cosa que no sucede en vuestro mundo. Cuando irrumpí en casa del viejo, se encontraba como siempre estudiando las realidades através de las implosiones en varios tipos de blosones atómicos. Cinturones magnéticos hacían las veces de fundamentos de su casa y de puentes dimensionales: Todo en uno.
“hablas negras” le dije.
“Ramas secas?” me contestó
Asentí, sonrió, y enjutamente se dirigió hacia uno de los pequeños cajones de su escritorio. Poco después tenía en mi mano una HABA NEGRA.
Solo dios (y Belcebú), sabían lo que iba a pasar.
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