La tierra se contrae y sus conchas mujeres también. Cierra sus trompas, se seca, deja de producir esporas, y sus mujeres lo notan.
Noto sus cambios, los de Madre Tierra; pues soy su confesor, amigo, hijo.
La tierra el año pasado soltó sus feromonas femeninas y las mujeres del mundo sintieron la necesidad de darse al placer, de cuestionar, en caso de tener estables relaciones, si ese era su camino. Muchas de esas mujeres decidieron ser libres y romper con sus hombres, pensando que aún tenían y debían vivir sus últimas locuras de manera autónoma e independiente.
El año pasado, las mujeres con las que me codeo—la mayoría de ellas de mi edad más o menos—decidieron ser libres sin importarles la carga de sus años.
Este otoño, sin embargo, la tierra se contrae y sus conchas mujeres también. Cierra sus trompas, se seca, deja de producir esporas, y sus mujeres lo notan.
Noto sus cambios, pues soy su confesor, amigo, hijo.
Este otoño las mujeres de mi edad temen. Olvidaron ser libres e independientes. Ahora a las mujeres con las que me codeo les ha entrado la prisa. Noto que si enganchan pareja es ya para toda la vida, aunque lo digan con la cabeza baja y resignada. Su reloj de la vida se lo ha mandado.
En el circuito sexual en el que ando sumido, se acaban los Karts que montar. Las mujeres de mi edad se han cansado de creer que aún tienen tiempo por delante y como si estuviéramos jugando al juego de la silla (aquél en que siempre hay una silla menos que participantes), se han sentado en sus lugares y si por ellas fuera, jamás lo cederían. Se quedarían allí en sus sillas toda la vida, por maltrechas e incómodas que sean. “Todo es mejor que no tener un lugar donde sentarse”, deben pensar.
Lo que me pregunto es porqué ha sucedido este otoño.
Y ahora me quedo más solo.
Me tendré que echar novia en caso de que yo también sea gilipollas y me crea participante de mi propio juego de la silla.
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