Lo siento en las venas y en el corazón, y en las sienes, lo siento en la piel, lo siento el las gotas de sudor que se me meten por la boca. Es el ritmo de la música, es el calor de la gente de mi alrededor, es la invencibilidad de la coyuntura única. Es la inmortalidad del momento en que me creo invulnerable, es la misma reververación del bafle reventando la maraña del tímpano, son los ojos de cualquier furcia mirándome, son sus piernas doradas bajo la minifalda que vuela de un lado a otro, es el instinto más profundo, es el color RGB entre la oscuridad del entorno, la bola metalizada con minúsculos espejos incrustados, es el bajo que entra con fuerza, o la existencia más pura y menos responsable, es la vía más insana para el hombre y más pura para el animal. No es necesario justificar nada, mi cuerpo se escupe a si mismo de un lado a otro, y la amargura de mi porpio agua se convierte en el mejor tonificante para mi conciencia inmediata. Es el olvidarse durante unos segundos de los valores, para convertirme en música, en compás atolondrado, en agobio puro, en asfixia y en vicio. En vicio y despojo. Despojo de todo lo que me convierte en persona. Ahora solo bailo, me muevo, sudo y deseo algo aquí y ahora.
Y lo único, lo único para lo que no hay espacio, es para el amor.
Es mágico sentirse a veces tan lleno ya veces tan vacío, es fantástico poder emocionarse con cualquier sonido abstracto o no sentir nada cuando otros lloran.
Es el ejercicio perfecto, el balancearse entre el hombre y el animal para no perder el oremus.
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