Thursday, January 04, 2007

Esquela 46: Conoce a un revolucionario

El aliento de la gente del norte sabe distinto al de la gente del sur. Eso es lo primero que tuve claro.

La hierba -y la humedad que se refugia en la parte menos crujiente de su ramaje, en la parte inferior,- cuando se escapa y sube al cielo, se convierte en un preciado tesoro al que dar caza para los pulmones de los estúpidos seres humanos.

Por eso, el aliento del norte sabe mejor. Porque la cosecha de aire, allí, es más buena.

Los propósitos para este año no son otros que los del año anterior: Viajar en helicóptero y dominar el boomerang. Se me acaban de ocurrir.

Pero si me pongo verdaderamente trascendental, me doy cuenta de que en lo que viene de semana se perfilará un muy buen año para mí, o un año desastroso.

Trabajo, cómoda libertad, y sexo. Una semana para demostrarme lo que valgo. Una prueba en cada campo.

Si todo fuera bien, si todo fuera bien, de nuevo volvería a pensar en castillos y me dejaría llevar por las brisas. Iría de un lado a otro tranquilo conmigo. Porque yo no soy de esas personas íntegras que toman decisiones sólo para y por ellas. No lo soy. Mi persona acaba en donde ya ha empezado la de los demás. Que mucho ruido pero pocas nueces, vaya.

Si todo fuera mal, no creo que me llegara a suicidar, pero la angustia me anegaría, y no vería ninguna salida a mi situación. Quizás, en ese caso, lo mejor fuera empezar por el final. Marcharme al norte como inicio del ciclo y no como conclusión. Viajar sin nada y probarme.

Trataría entonces, de luchar contra el racismo, apoyar el comercio justo, impugnar según qué decisiones gubernamentales con la palabra afilada como única herramienta. Declaraciones polémicas me costarían el precio de tres o cuatro balas. Renunciaría a tener familia, a sabiendas de que en cualquier esquina esta podría ser amenazada. Mis manos se llenarían de sangre de cuchillos de fanáticos, mi expresión siempre sería solemne y acabaría llevando gafas sin montura, no por pose, si no porque eso estaba ya escrito en algún lugar. Arrancaría el orgullo enterrado de las clases más bajas y se lo colocaría a flor de piel, arengaría a través de las verdades más dolorosas a la gente más honrada a mostrar su corazón. Convertiría en inmunes mis discursos y renegaría de cargos públicos que me asentaran la cabeza. No cedería ante sutiles chantajes que tuvieran por propósito acallar mis ansias de insurgencia civil, y jamás, jamás me sentaría en una poltrona a descansar una vez un país hubiera sido despertado.

No, no me detendría, porque ese nunca habría sido mi objetivo. Porque yo no entendería de regiones ni de naciones. Seguiría caminando cuando un lugar hubiera sido liberado. Porque siempre habría otro espacio corrompido, en donde los ojos de la evidencia permanecieran aún cerrados. Continuaría esquivando balas y venenos, sorteando palabras y legalidades a la carta.

Sólo me tomaría pequeños recesos en grutas oscuras y húmedas de valles vírgenes cubiertos de árboles de rama alta. Allí, en la soledad sana, con el crepitar de las medidas llamas por testigo, encontraría dos minutos para cantar una nana y tocar la caña de bambú, para soñar en haber tenido descendencia, para imaginarme haber querido a alguien, para llorar en secreto, para desenmascarar todos mis miedos.

Y al final, sólo al final, me arrebatarían la vida.

Pero ya sería demasiado tarde. Porque para entonces, mi gente ya sabría que las armas pueden arrebatar vidas, pero no el orgullo ni las ideas.

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