Tengo muchas cosas que decirte. No sé por cual
empezar. Aunque el camino sea largo, no sé por cual empezar. La ruta seguramente
es incorrecta. Nos lo dijimos desde el principio, y aún así, la enfilamos
entusiasmados. Llovía. Siempre llueve. La tristeza se adivinaba cálida, sin
embargo. Eterna. Es en esos instantes cuando sabes que juegas con fuego. Cuando
llueve y no molesta. Habría muchos pasajes. Nos separarían grandes torres
contra las que los mortales difícilmente pueden prestar batalla.
Éramos ciegos, nos tocábamos a tientas. Descubríamos temerosos cada
rincón de nuestro cuerpo. Las caricias nos susurraban verdades que las palabras
sólo podían soñar. La torpeza jamás fue tan dulce… Todo era demasiado delicado,
todo pendía de un hilo frágil que se podía quebrar en cualquier momento. Cada roce
podía ser el último. Así es como aprendimos a querernos, conteniendo el olvido,
desprotegiéndonos ante nuestros miedos, y por supuesto, asumiendo una especie
de derrota anunciada.
Cuantos más centímetros de tu cuerpo recorría, me sentía más
desorientado, más abrumado… hasta el punto de perder la noción entre la
realidad y todo lo demás. Y así, mientras te viajaba, desaprendí. Desaprendí
hasta ni siquiera saber si lo que sentía era dolor o placer. Si lo que me embriagaba
era la nostalgia por algo que nunca había vivido, o una ilusión que había
venido para quedarse el tiempo suficiente para calarme las entrañas y
arrancármelas después.
Méjico, la costa oeste, tu espalda… autopistas hacia ninguna parte.
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