Wednesday, September 26, 2012

Cuando Rouco Golpea por enésima vez

Gregory Mudson levantó polvareda con aquella exposición fotográfica. Mucha más aún, con aquél video en ultra slow motion, en el que durante dos horas se mostraba el descoyuntamiento de Jimeno, que en realidad había tenido lugar en fracciones preciosas de segundo.


Sí. Ted Jimeno, hombre depresivo donde los hubiera, había perdido su trabajo dos semanas atrás, y su hija, la niña de sus ojos y único motivo por el que seguir adelante, había sido arrollada accidentalmente en un parquing dos días después. Ted Jimeno, como es fácil deducir, decidió quitarse la vida una semana más tarde del fallecimiento la pequeña. Pero antes tomó la decisión de convertir su suicidio en algo público. Una medida sorprendente cuando lo habitual es llevar a cabo este acto de modo íntimo y cargado de pudor.

Así pues, Ted Jimeno quiso hacer algo grande por la humanidad antes de dejarse ir.

Aún hoy, muchos se preguntan porqué tuvo tiempo de pensar en la raza humana, cuando ya no había nada que le retuviera en nuestro mundo. Sea como fuere, ahí estaba, enviando una amenaza de muerte velada al mejor fotógrafo de la ciudad. No sólo le amenazaba a él, si no a toda su familia: A su hija Kelly,  asu esposa Matt e incluso a su perro Gazapo.

¿Que qué pedía a cambio de no degollarlos? Convertir su muerte en una obra arte.

Nuestro fotógrafo, esto es Gregory Mudson, también apodado “fotógrafo del cielo”, desde el primer momento en que recibió la carta de Jimeno confraternizó con él. La Justificable Oscuridad, sentimiento acerca del cual ya había hablado en alguna de sus conferencias, sentimiento el cual, según él, le había hecho llegar tan lejos en la fotografía, sentimiento sin el cual, carecería de una parte básica de su inspiración y óptica personal, la Justificable Oscuridad, que iba diciendo, le hizo querer desde el primer momento a ese pobre hombre de apellido Jimeno. No hizo falta más que una carta que justificara la coacción, para que Gregory se pusiera manos a la obra con Jimeno.

Se reunieron en una antigua nave industrial de las afueras de la ciudad. Gregory llevó su mejor equipo de cámaras. La mejor iluminación. Su hija Kelly le acompañaba, él había detectado en ella la Justificable Oscuridad, así que estaba tranquilo. A Jimeno tampoco le importó que la pequeña estuviera allí, más bien al contrario, era una forma de recordar a su propia hija.

Todo fueron buenas palabras; Todo fue amor: mientras Kelly preparaba la iluminación sonriente, Jimeno le explicaba a Gregory cómo se imaginaba que debía ser el otro lado, para después preguntarle si las cámaras le favorecerían. Kelly decía que no con la cabeza mientras escuchaba a los dos hombres; ahora preparaba un té para ellos. Al acercarse a Jimeno con la bandeja, dejó que le acariciara la cara, y que le dijera que le recordaba a su hija. Ella seguía sonriendo, tan llena de vida, tan contenta por aquellas palabras; Gregory buscaba la mejor iluminación, el mejor encuadre. Jimeno hacía muecas divertidas, que se monitorizaban perfectamente. Aquello era una comunión magnifica que desarbolaba cualquier mala intención que pudiera tener, si es que la tiene, la figura de la muerte.

La recortada era de Jimeno, la tenía desde hacía mucho tiempo, desde que era adolescente; la compró cuando trabajaba para un granjero de Ohío y dormía en su establo. El viejo le ayudó a pagar la mitad del arma. “Tu seguridad es mi seguridad” le decía el viejo. El rifle estaba ya herrumbroso, pero Jimeno la había probado dos días antes, cuando tuvo tentaciones pero se acobardó. Acabó disparando al aire y volando el techo de su jodida chabola, porque aquello no era otra cosa más que una miserable chabola.

Fue cuando colocaron el arma a un metro de la cabeza de Jimeno, justo en frente, y apoyada en un trípode, cuando los rostros de todos los allí presentes se tornaron serios. Fue un acto de solemnidad, pero no se palpó miedo ni arrepentimiento en la nave. Hubo dolor, como no, pero también fortaleza, decisión y superioridad frente a la idea de la muerte. Del gatillo de la recortada pendía un hilo que Kelly entregó a Jimeno. El tenía los ojos inundados de lágrimas y Kelly también se emocionó. Ambos se fundieron en un fuerte abrazo. “Adiós, mi niña”, le musitó Jimeno. Al separarse, Jimeno ya tenía en la mano el hilo que activaría el gatillo. Gregory hizo un ademán de inclinar la cabeza para dar a entender que todo estaba preparado.



Rouco Varela, figura demoniaca donde las haya, no tardó nada en poner el grito en el cielo: “salvajismo”, “blasfemia”, “ultraje al señor”.



“Y yo me canso” explica Gregory, “y yo me canso de decir que la belleza es belleza, que lo consentido deja lugar a la pureza en el disfrute de la belleza, y yo me canso de tratar de saltar por encima, pero no me dejáis, hijos de puta, no me dejáis. Me cogéis de los tobillos y yo no he hecho daño a nadie, ni molesto tampoco. Hijos de puta. ¿Qué teméis? ¿Qué es lo que teméis? ¿Que la plebe descubra el nuevo estadío? ¿Qué seáis prescindibles? Rocas, rocas de mar; no somos más que los chasquidos, sólo que se nos permite soñar. Entended que no somos más que eso. Rocas, sólo que se nos permite enamorarnos. La difracción de una quijada, la metralla abrasando el globo ocular, la danza progresiva de la lengua convirtiéndose en colgajo, pero sobretodo, el momento en que se apaga la luz en la cabeza de uno y sólo queda la oscuridad… ¿cuál es ese momento? Hasta qué parte se debe machacar un cerebro para que éste se rinda? ¿A caso la búsqueda de ese instante ínfimo, no es la más bella de las artes?



Reflexionemos.





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