Estamos en el punto en que la relación entre la intensidad y el perímetro de la explosión es perfecta. Después de ahora, cada segundo que vayamos sumando, será un segundo para describir un declive temporal.
Algunas ascuas fulgurarán unos instantes más acabando de desgarrar y expandir un cerco otrora prodigioso. Eso es lo que va a suceder.
Redacto a marchas forzadas acerca de una maravilla de instante. El mejor, quizá. Aquél en que me sentí más desdichado, perdido, desorientado de toda mi vida.
Me preguntarán qué era de mi existencia en aquellos momentos. Yo contestaré: Muchas chicas, un trabajo de mierda, aspiraciones y sueños y un letargo de trasfondo que aplacará todo lo que pudiera haber sido.
Si todo marcha con la debida normalidad, tendré hijos adoptivos o de sangre y una mujer fantástica. Manejaré un auto familiar de gama media y me dirigiré a Andorra improvisadamente cualquier fin de semana. Y en secreto desearé que mis hijos experimenten aquella dulce excitación de ir a un pequeño paraíso fiscal donde obtendrán uno de los pocos caprichos gratuitos que les pienso otorgar alguna vez. Quizá unos cascos para su plataforma multimedia, quizá algún videojuego carísimo. ¿Lo haré por ellos, o lo haré por mí?
¿Por su corazón caminarán con paso firme las emociones que camparon por el mío? Ojalá que sí. Eso es lo más humano que se me ocurre decir. Yo ya nunca volveré a ser el mismo, pero ellos pueden ser lo que yo fui. Serlo a su manera. Pueden escribir algunas cosas interesantes, pueden tener un grupo de música y pueden sangrar. Y algún día, ellos también experimentarán este abandono que me asedia. Ellos habrán hecho su camino y querré que quieran a su padre como yo quiero al mío. Veladamente.
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