Estos primeros días de verano no acaba de quitarse del el cielo la pesadumbre. Una pesadumbre que quizás viene de dentro. Puede que no. Puede que llegue de fuera. Me gustaría que el cielo fuera claro. Perdona, quería decir que mis pensamientos fueran claros.
Me detengo un momento y reviso la bolsa. Quedan muy pocos cartuchos que disparar. Suspiro y le pregunto al cielo si realmente me entiende. Al instante creo caer en mi propio error: Quizás soy yo quien no lo entiende a él.
“Este es el camino de siempre”, concluyo. Tan manoseado que da asco y me hace sentir miserable.
Pensar no va a servir para que mis manos dejen de temblar: No va a servir para olvidarme de la resaca de cada mañana de fin de semana.
Todo lo que hube imaginado se traduce ya a la realidad. Ha llegado el momento. Y me sorprendo al pensar, paradójicamente tranquilo, que esto no está tan mal. A pesar de todo lo que no se ha cumplido, esto no está tan mal.
A pesar de no sentir ninguna emoción trepándome por la espalda o machacándome el pecho, a pesar de no asustarme por recibir un balonazo de intensa emoción, sigo pensando que me muevo bien, que dibujo pequeños trazos que cuesta ver, pero que al fin y al cabo, permanecen en el aire.
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