En un lugar tan lejano y recogido, que sólo hay sitio para el sonido de una sencilla guitarra. Hay tan poco espacio que ésta no se puede rasgar. Sólo puntear levemente. Como leve lograré ser por fin, máxima realidad a la que aspiro.
Ser leve y quedar tirado entre el atardecer y el anochecer. Morir a rastras de sutiles ritmos, percusiones sordas y voces ásperas de agotamiento.
No significa que voy a estar mal. Al contrario. En un lugar así me voy a sentir tan relajado y extenso que mi sonrisa va a ser eterna y va a recorrer todas las llanuras de alrededor buscando siempre meterse entre el sol y el horizonte. Ahí va a ir lisa mi sonrisa. Muy lisa…
Y ni los recuerdos la van a alcanzar.
Es un día nublado de verano. LA muerte se cierne como una amiga. Más buena amiga de lo que me esperaba. Ayer un hombre alcanzó los dos o tres metros en el aire fruto del impacto propinado por un tranvía. Mi reacción no fue tan emocionante como yo mismo habrías esperado.
No me pareció tan bello y dramático. No tuve fuerzas para sentir su angustia, no tuve fuerzas para grabar la imagen en mi retina.
Y eso me da que pensar. YA no tengo la capacidad de observación tan impoluta. Esta entelada y mis percepciones no me entran puras. Así no hay quien viva en paz. Me alejo del lugar de la brevedad. Tengo demasiado protagonismo en mi propio parecer. No he reservado nada para los silencios de la tierra ni para el dolor de los demás.
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