En la gran capital me he topado con una felicidad que me abrasa la espalda a la par que me pone cachondo. Es un viento caliente que corre espalda a través. Es un puto cielo azul y perverso, es el paisaje eléctrico y adulto, la mórbida ciénaga, la horrible entrega al mayor flujo de placer imaginable. Tanto placer que sientes que te quieres morir.
Véase Barcelona del revés y desde arriba, véase este manantial de dolor en forma de palmeras resecas y hollín que se filtra por las máscaras de papel de cautos ciclistas, véase el hueco que han dejado las putas negras a lo largo de la rambla, con sus borrachos ingleses irrespetuosos y meones, con mis visitas guiadas a extranjeras que saben que quiero sexo a cambio, véase esa playa que me mata de tan llena de mierda y de homosexualidad no fundamentada, véase el paseo por el túnel de L’illa, dando hasta ti, hasta tu lugar secreto, oculto entre tu pelo, véase el 2000 desde una perspectiva alejada y que le hace respirar igual que en los 90 pero sin perder sus señas, véase a NINTENDO colada entre mis costillas, la gente que pregunta y pasa, trajes caros, trajes aparentemente caros, hedor a lociones, ansias de escalar, ser el primero, convertirse en el garante número 1 del sistema de hoy, masturbaciones en los lavabos de las grandes superficies, aventuras sexuales en las mejores ocasiones, tu llevándome dentro de uno de aquellos habitáculos, el gorila echándonos a palos; tu pierna sobre mi hombro y yo arrancando, o los taxis de su color y la ciudad que me mira y me hace. La ciudad que me autoriza, la ciudad que me da los permisos: el naranja del sol nunca fue tan parecido al de los neones, y la transición por ende, jamás fue tan suave.
Y esas sandalias.
Sandalias eternamente y de por vida; cerca del origen a dosis de PVC.
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