Desidia,
la princesa de mi culo, pasea pateando a sus vasallos. A las puertas de
octubre, menopáusico yo, seco por dentro, arrugado como una pasa que no tiene
una suerte de jugo en su interior. Una esponja acartonada, cuya membrana se convierte
en un mero manto de ceniza al posar mi mano sobre ella. Es otoño, la época
tardía para los tardíos. La nostalgia, nutriente principal de las raíces del
alma, esta temporada no parece ser precisamente de mucha calidad. Hoy, podría
notar revuelto mi estómago y hacer escupir a mi ano un chorro impresionante de
mierda mientras ando arqueado hacia dentro, en posición fetal. Como bien te
puedes imaginar, ese chorro de mierda me sacudiría caliente en la propia cara
mía. Lo que sentiría en ese momento es bajeza. Una bajeza tan bien definida que
por maravillosos instantes no cabría esperar nada peor. Y es que igual que los
momentos de felicidad son terribles porque no volverán, los momentos de bajeza
son bellísimos y placidos, porque no hay un lugar más profundo donde caer.
Sentir el confort y la seguridad que propicia en mí mi propio chorro de mierda caliente
en mi cara, es algo impagable y que te transporta a un videojuego del que eres
protagonista. Algo así como un San Andreas donde hay muchas putas que reventar y civiles que
abatir sin remordimiento alguno. Cuando visitas la bajeza, generas un ejercicio
baladí del cual tú eres el origen. No vales nada. Pero tampoco nada vale nada.
El chorro de mierda, y su calor en tu rostro se encargan de recordártelo. Ser baladí es acercarse a lo absoluto por la
puerta de atrás. Columpiarse al filo de la existencia, asomarse al sinsentido y
mantenerse allí racionalmente. Yo quiero
ser baladí.
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