Me pregunto el porqué de la intensidad de la dulce condena
que es asociar un tema musical irremediablemente a un recuerdo determinado. Porqué,
casi como sucede con los olores, cuando escucho aquella canción, se puede
afilar tanto una memoria. Tanto que a veces puede llegar a cortar la corteza
cerebral. Nos sucede a menudo. Es un sentimiento muy íntimo, una emoción que
nos hace sentir únicos. Pero ahí estamos
todos, pasando por lo mismo.
Supongo que al final, una parte básica de nuestra vida se la
vamos a deber a nuestra música, tanto como esta nos traslada a paisajes que ya
nunca volveremos a pisar. Porque a menudo que avanza, la vida, es evidente que
los recuerdos van ganando peso, y la capacidad de acción se va reduciendo.
Nuestro bastión, lo que queda de nosotros cuando pensamos en lo que somos,
pues, se sustenta en la armonía de unas notas en gran parte. Es un poder en el
que hasta ahora apenas creía. La música, en realidad, fue mi enemiga hasta los
12 años. No la soportaba. Y ahora, mírala, se descubre como el camino para
soportar tanta mierda. A veces incluso, me llego a preguntar qué tienen
aquellos que no la sienten, o quienes no sienten el arte en general…
¿Qué tienen los informáticos que suben conmigo en el
ascensor de L’illa, que les haga recordar quiénes son? ¿qué tienen los
agresivos ejecutivos que torpedean mi camino hacia la octava planta en donde
trabajo, que les haga sentir mortalmente
vivos? ¿Algo deben tener, no? ¿O se
trata sencillamente de la evasión de lo profundo? ¿acaso son doctos en
la ignorancia del paso del tiempo? ¿Qué nos queda al final de nosotros mismos,
que hable de nosotros? Es una pregunta muy difícil de responder. He ahí
precisamente el eterno dilema: Preguntárselo, o no preguntárselo… ¿Qué nos hace
verdaderamente más felices en este
camino?
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